Para
M.C.C.L, con amor
En
todos lados hay un reloj que es testigo de todo. El reloj está siempre ahí
callado, nada dice pero todo lo presencia. El reloj y sus formas infinitas. El reloj y sus
colores inimaginables. El reloj y sus decoraciones más extravagantes. El reloj
y sus precios exorbitantes. Pero esta vez, hablo de los relojes que cuelgan en
cualquier espacio y de cualquier clavo o tornillo. No de los relojes
minimizados que se enrollan en las manos, y que hoy en día hasta elaboran con
inteligencia artificial. Hablo de los relojes de un tamaño considerable, el
suficiente para saber qué hora es situado como a tres metros de distancia. Esos
relojes que están en todos lados, casi siempre, pero que nadie observa por más
de cinco segundos. En los hoteles, restaurantes, centros comerciales, plazas
públicas, comedores, edificios públicos, etcétera. Pero más especialmente me
refiero a los relojes que hay en los espacios más íntimos, más personales y más
sugerentes como puede ser la sala, la habitación, o en el mismo servicio
sanitario de una casa o un apartamento. Ese fiel reloj que nos permite saber el
momento exacto de las visitas, de los compromisos remunerados o no, de los
entremeses, de los films que vemos en las horas de ocio y en fin, de todas las
actividades importantes o no. Ese reloj que de decir palabras, daría fe de
cuanto hacemos, charlamos, pensamos y murmuramos. Ese reloj tan visible pero
tan frágil que casi siempre depende de dos baterías corrientes, de las más
comunes y baratas. Basta introducir una uña, remover levemente una batería, y
el reloj deja de existir en cuanto a su naturaleza primitiva. El reloj deja de
tener alma. Ya no sirve más como un referente del tiempo. Como un testigo mudo,
literalmente de las horas, y de nuestras palabras. El reloj es un testigo
frágil y fiel. Es un testigo relativamente mudo, ya que siempre emana el
imperceptible sonido del correr de la aguja segundera. Ese reloj que solo se
manipula con sutileza cuando va a ser trasladado a otro espacio derivado de una
mudanza. Se envuelve en papel de periódico viejo, se cuida en extremo, casi quirúrgicamente,
para evitar que las agujas se estropeen, para procurar que no se dañen, que no
se tuerzan. Todo esto con el único fin que en un nuevo lugar, el reloj continúe
cumpliendo su loable labor consistente en recordarnos que todo evoluciona y que
nada se detiene, de lo contrario no estaríamos iniciando el año 2017.
MARIANO
CANTORAL
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